SANANGA I

11.06.2025

Al principio no era más que un yuyito menudo, silvestre, creciendo entre piedras y grietas, como si no pidiera permiso. Le decían sananga, pero nadie sabía bien por qué. Tal vez, la razón es que tenía algo de obstinada, de simple y de sabia, como esas cosas que no se pueden explicar del todo pero igual existen.

Ella pasaba cada día junto a la planta sin verla. Tenía la mirada tapada por un velo invisible, hecho de dolores antiguos, de mandatos, de palabras ajenas que se le habían metido adentro como raíces torcidas. Vivía como si mirara el mundo desde detrás de un cristal empañado. Y aunque respiraba, reía y andaba, algo en ella dormía. Algo que pedía ser despertado.

Una mañana, distinta sin sentido aparente, se detuvo. Era otoño, y el viento jugaba con las hojas caídas. Allí estaba la sananga, creciendo baja, modesta, con sus hojitas finas y su flor casi imperceptible. Pero había algo más: un aroma leve, inesperado. Como si la tierra hablara.

Ella se agachó. La tocó.

La sananga se dejaba acariciar, pero en su sencillez llevaba un mensaje hondo. No necesitaba atención para ser. No necesitaba brillar para sostenerse. Tenía dentro suyo la memoria de otras lluvias, de soles pasados, de mujeres que la usaron para curar, para parir, para ver más claro.

Quita el velo —susurró una voz. Tal vez fue el viento. Tal vez fue la planta. O tal vez fue ella misma, desde adentro, diciéndose algo por fin.

Y entendió.

El velo no estaba en sus ojos, sino en su forma de habitarse. La sananga le enseñaba eso: que hay fuerzas sutiles que crecen cuando nadie mira, que hay sabiduría en lo mínimo, y que para sanar, a veces, basta con detenerse, tocar la raíz, y mirar sin miedo.

Esa noche soñó con un campo lleno de sanangas. Todas bailaban con el viento, ligeras y libres. Ella, en medio, se despojaba del velo y caminaba con los pies descalzos, como si volviera a casa después de mucho tiempo.

Desde entonces, cada vez que la vida se le volvía densa, buscaba la planta. No por superstición, sino por memoria. Porque la sananga, en su humildad, le recordaba lo más importante: que no hay verdad más poderosa que la que florece en silencio.