Ritual de la Serpiente y la Llama

Broté de la tierra,
de un humus antiguo donde duermen los dioses,
y te vi acercarte...
luminoso como Lucero,
con el temblor del fuego en la boca.
Me alzaste en tu pulso,
serpiente que despierta al solsticio,
y escribiste sobre mi piel constelaciones
que ningún astrónomo heredará.
Cada caricia...
una órbita secreta alrededor de un astro rojo.
Pronunciamos nombres olvidados
— Ishtar, Shakti, Afrodita —
hasta que el aire olió a mirra y granada.
Mis muslos, rosas tardías,
se abrieron a tu brisa de tormenta:
allí sembraste truenos,
allí floreció el relámpago.
El mundo se replegó
en una concha de mar primigenia.
Fuimos voz de oleaje
y espuma que se enrosca, obstinada,
en la roca de la aurora.
Cuando la luna, pálida sacerdotisa,
alzaba su cáliz de plata,
bebimos de nosotros mismos
como quien bebe memoria líquida.
Y el cielo, desbordado,
dejó caer su lluvia de ópalos
sobre nuestras pupilas cerradas.
No hubo más tiempo:
solo un latido detenido
en la intersección perfecta
de tu fuego y mi barro.
Allí —donde la sangre se vuelve canto—
sellamos la noche
con el beso definitivo
que hace rodar los mundos.
Así, desnudos de historia,
despertamos al alba
portando un solo nombre,
una única luz,
un nuevo universo incendiándose
bajo nuestras costillas.