LOS QUE GUARDAN EL FUEGO

Dicen que en el principio, cuando aún no sabíamos del tiempo ni del lenguaje, los abuelos eran los que hablaban con las estrellas.
Tenían la memoria de la tierra en sus manos y el mapa del alma en los ojos.
Eran los que sabían cuándo sembrar, cuándo callar, cuándo llorar por dentro y cuándo abrazar sin decir palabra. Los que tejían los vínculos invisibles entre los vivos y los que ya se habían ido.
En cada familia hay un abuelo o una abuela que guardó el fuego.
Que sostuvo la llama cuando todo parecía oscurecerse.
Que hizo de la sopa una ofrenda, de la palabra un refugio, del silencio un altar.
Los abuelos no sólo son mayores: son portales.
Puentes entre lo que fuimos y lo que seremos.
Ellos caminan más lento, no porque el cuerpo pese, sino porque llevan dentro generaciones enteras.
Cada paso suyo remueve raíces.
Cada gesto suyo reordena el campo.
En el sistema familiar, son las columnas.
Desde lo más alto de nuestro árbol, su sombra llega a lo profundo de nuestras heridas.
Muchas veces, sin saberlo, llevamos en la espalda sus batallas no dichas, sus dolores guardados como semillas bajo la lengua. Pero también nos llega su fuerza, su tenacidad, su manera de amar sin ruido.
Cuando un abuelo sana, se ordena la fila.
Cuando una abuela es honrada, se alinea el río.
Desde la mirada de las constelaciones familiares, ellos ocupan un lugar sagrado: el lugar de los que vinieron antes, de los que dieron la vida, de los que marcaron el rumbo. Y cuando ese lugar se respeta, la vida fluye. Cuando se los mira con gratitud —con todo lo que fueron, con todo lo que no pudieron ser—, entonces los descendientes encuentran su lugar, su centro, su destino.
Hay abuelos presentes y otros que ya partieron, pero siguen apareciendo en los sueños, en una receta, en un aroma a leña. Hay abuelas que susurran desde la foto del aparador o desde ese rincón donde el sol entra distinto. Porque ellos nunca se van del todo.
Son elementales.
Son tierra que acuna, viento que guía, fuego que alumbra, agua que limpia.
A veces basta con sentarse en silencio y pensar en ellos.
Nombrarlos.
Agradecer.
Devolverles su dignidad.
Y entonces algo se acomoda.
Como si desde muy lejos —desde el origen tal vez— una voz dijera:
"Ahora sí, podés continuar."