La muchosidad en una tarde otoñal

31.05.2025

No sabían que se encontrarían. Llevaban años sintiéndose sin verse. Desnudándose a la distancia en provocaciones aparentes, conversaciones intensas, cotidianas, existencialistas y profundas, deseos medidos entre el deber ser y el libre albedrío.

No sabían que la tarde, sin anunciarse, traería un aire distinto, como si alguien hubiese abierto una ventana en el tiempo.

Fue en una esquina cualquiera, entre el crujir de las hojas secas y la tibieza dorada del sol que aún resistía. Y fue ahí: las miradas, primero. Después, la sonrisa que no se piensa.
Las sincronías no avisan; se deslizan.

Él traía consigo la calma de los que no saben lo que buscan, ella la intensidad de los que ya dejaron de esperar. Pero algo, una música mínima, los hizo detenerse. Quizás fue el viento, o la manera en la que el mundo pareció aflojar su paso. Se dijeron simplemente un "hola", como quien recuerda un idioma olvidado.

Caminaron sin rumbo, como si la ciudad fuera de papel y la pudieran plegar a su antojo. Hablaron. De todo y a la vez de nada. De cómo el otoño les caía bien. De lo absurdo de algunos silencios. De películas no vistas, de heridas ya cerradas, de ganas nuevas. De encuentros y desencuentros. De los mandatos y lo políticamente correcto.

Y entre palabra y palabra, algo crecía: una muchosidad.
Eso que no se puede explicar del todo.
Lo que vibra entre dos cuando se reconocen sin haberse conocido.
La abundancia de una conexión sin nombre.
La certeza inexplicable de estar en el lugar exacto.

Ella se mordió los labios en dos oportunidades pero no hubo besos. No hicieron falta. Siempre el deseo, el roce en goce entre ellos, fue más allá. Solo una charla que no encontraba final, una risa compartida que parecía venir de otra vida, y la sensación —profunda, suave, inmensa— de haber llegado a casa.

A veces la vida no grita. Solo susurra.

Y en esa tarde otoñal, en la tibieza precisa del momento, dos almas se encontraron en voz baja y se dijeron de todo sin en verdad, pronunciar mucho.