La danza de la Purga: un canto con Artemisa
En el umbral donde el alba apenas roza los párpados del mundo,
cuando el silencio aún no ha sido profanado por el nombre de las cosas,
una mujer —o quizás un susurro del viento—
despierta con los pies descalzos y un cuenco de cobre entre las manos.
Se llama Artemisa.
No como la diosa, aunque en ella habita la misma luna.
Se llama como se llaman las plantas sabias:
con secretos en sus tallos y visiones en sus hojas.
I. El cuerpo: el templo y sus puertas
Primero, la purga comienza en la carne,
donde se almacenan los olvidos y los excesos.
Las raíces del diente de león murmuran bajo la lengua,
desatando las amarras del hígado —ese alquimista silencioso—
que transforma la furia no dicha en un oro líquido,
preparado para el viaje hacia la sangre nueva.
Las aguas de boldo riegan los rincones de la vesícula,
hablando en códigos antiguos a las piedras dormidas,
enseñándoles a volver al polvo sin dolor.
Y la ortiga, aguijón sagrado, despierta la linfa
como si el cuerpo recordara que fue río antes de ser piel.
II. Las emociones: el jardín interior
Después, la purga desciende —o asciende— a la morada del ser.
Allí donde habitan lágrimas no lloradas
y risas que se extinguieron sin eco.
La pasiflora canta como un ruiseñor de medianoche,
desanudando las ansias que se enroscan en el pecho.
La valeriana, anciana sabia de las raíces,
acaricia el miedo como una madre cansada que aún ama.
Pero es la artemisa —oh, Artemisa—
quien entra sin llamar.
Ella no consuela: revela.
Sopla el humo de sus hojas en la cueva del vientre
y allí se enciende una visión:
las emociones como pájaros encerrados,
que aprenden, por fin, a salir por la ventana abierta del perdón.
III. Los pensamientos: espejos y niebla
En la última cámara, donde la mente teje sus ilusiones,
la artemisa sube como neblina en el monte del cráneo.
No arranca ideas, las desenreda.
Las no verdades dulces se marchitan en su presencia,
y la verdad, desnuda, tiembla pero no huye.
Bajo su influjo, los sueños no son fantasías,
sino mensajes envueltos en símbolos vivos.
Y la razón ya no necesita dominar: aprende a escuchar.
Entonces el pensamiento se vuelve claro,
como un lago donde por fin se refleja el cielo.
Al final, el cuerpo ha sudado su historia,
el alma ha exhalado sus heridas,
y la mente se sienta en silencio, sin necesidad de respuesta.
La Artemisa se despide sin palabras.
Queda su aroma en las paredes del pecho
y en las visiones que vendrán en la próxima noche.
Porque purgar no es vaciar.
Es recordar lo que uno era antes de cargar tanto.
Es volver.
Al centro.
A la raíz.
A la danza.
Con Artemisa por guía y hoguera.