El Alma del Iporá

29.01.2025

Gael Buenaventura era un hombre que parecía forjado por el propio paisaje del Balneario Iporá. Su piel era del color de la tierra que rodea el lago "corazón", y sus ojos, profundos y brillantes, reflejaban el resplandor de las aguas cuando el sol del mediodía hace espejo con el monte de pinos. Su caminar era pausado, como el murmullo del viento cuando serpentea entre los eucaliptos, y su voz tenía la calma de las brisas cuando atraviesan el follaje.

Desde niño, Gael había crecido entre esos paisajes, nadie tenía la certeza de cuándo y cómo había llegado allí, ni siquiera él, siendo testigo de su evolución desde sus orígenes de paisajes agrestes y despoblados hasta los días actuales, con el crecer de sus casas, construcciones y residentes. 

Su cabello, despeinado por el viento, olía siempre a naturaleza, mezclando el aroma de los pinos y la humedad del agua dulce. Era un hombre de pocas palabras, pero cuando hablaba, lo hacía con la serenidad de quien conoce el lenguaje de los senderos escondidos y los atardeceres silenciosos que pintan de oro el horizonte.

Amaba las tardes al borde del lago, donde los reflejos del sol bailaban sobre las aguas, y podía pasar horas observando las nutrias que aparecen cada tanto, el nadar de los patos, el vuelo de los pájaros o las sombras que los árboles dibujaban sobre el suelo. Gael no era funcionario municipal del balneario, pero todos en el pueblo lo consideraban el guardián del Iporá, una figura que se fundía con el paisaje y que parecía proteger su magia.

A menudo, los visitantes decían que conversar con Gael era como escuchar al propio balneario contar sus historias. A través de él, las piedras, la cueva, los secretos de los Tupa, los senderos, el monte y hasta el mismo lago parecen narrar leyendas de antaño y misterio que solo quien vive en armonía con la naturaleza puede entender.

Y así, un día cualquiera, Gael desapareció con la misma sutileza con la que había llegado, como si el viento mismo lo hubiera reclamado. Dicen que fue la edad, el peso inevitable del tiempo. Pero quienes aún escuchan con el corazón aseguran que sus restos no se perdieron, sino que se disolvieron en la esencia misma del Iporá, fundiéndose con el aroma del monte, la brisa del agua y el canto eterno de la tierra. 

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